Un grupo de voluntarias, aún sin la documentación para poder cruzar a Estados Unidos, se hacen cargo de la única cocina del campamento de El Chaparral, Tijuana, que da tres comidas al día y alimenta a 300 personas de las 2.000 que habitan allí.
El campamento de El Chaparral fue levantado de forma improvisada a principios de este año. Se extiende en la garita entre San Isidro y Tijuana, el paso fronterizo terrestre de mayor flujo migratorio clandestino que ha existido desde la década de los años 70. Las familias que viven aquí huyeron de su lugar de origen forzadas por la violencia y la miseria y esperan que el gobierno estadounidense les brinde asilo político.
Las tiendas de campañas se superponen a lo largo de El Chaparral, en Tijuana. En ellas descansan las familias más afortunadas. Muchos migrantes tienen que dormir a la intemperie y se resguardan del frío con plásticos y cartones, enfrentando las adversidades del clima.
No existe un censo certero de cuántas personas habitan el asentamiento. Según la Subsecretaría de Asuntos Migratorios del Gobierno de Baja California, en El Chaparral viven 2.000 migrantes, de los que al menos 800 son menores de edad.
Existe el rumor de que los menores no acompañados tendrán más facilidad para ingresar a Estados Unidos. Algunos padres mandan a sus hijos solos en el viaje y pagan a un coyote para que los cruce al otro lado.
En El Chaparral no existe un sistema sanitario ni medidas de higiene. Los migrantes viven hacinados y la mayoría subsiste gracias a donaciones. Casi todos los migrantes que viven en El Chaparral provienen del Triángulo Norte Centroamericano (El Salvador, Honduras y Guatemala), pero también hay quienes dejaron sus hogares en Haití y en las zonas más violentas de México: Veracruz, Guerrero o Michoacán, territorios donde los cárteles gobiernan al antojo del terror. Algunos de ellos improvisan cocinas en las tiendas de campaña.
María Elena Pérez Nava, mexicana de 30 años, es voluntaria y la máxima responsable de la cocina de El Chaparral. Como el resto de migrantes llegó al campamento huyendo de la violencia de su comunidad y ahora espera un permiso para cruzar a Estados Unidos.
Floriberta Pérez, guatemalteca, y Paula García Gómez, mexicana de Chiapas, forman parte del grupo de voluntarias de la cocina de El Chaparral. Ambas mujeres son madres solteras y fueron víctimas de violencia de género a manos de los padres de sus hijos. Mientras una fila de personas espera su desayuno, María Elena anuncia que la avena se acabó. Muchas familias solo comen lo que reparten en la única cocina del campamento. Originaria de Chilpancingo, en Guerrero, una de las zonas bajo el control de cárteles, María Elena se metió en un autobús una noche rumbo a Tijuana para huir de la delincuencia criminal con sus hijos de nueve y 11 años.
Paula García Gómez, de 45 años, es la mayor del grupo de mujeres voluntarias en la cocina de El Chaparral. Llegó al campamento huyendo de su hogar en Michoacán, uno de los territorios bajo el control de los peligrosos cárteles en México. Entre los papeles con los que viaja Paula para cruzar a Estados Unidos guarda el cartel con la foto de su hijo asesinado por la delincuencia criminal y su acta de defunción.
essica Carolina Ponce es hondureña y madre soltera. En su país se dedicaba a la venta de comida hasta que la Mara Salvatrucha extorsionó a su familia. Entonces decidió cruzar con sus tres hijos la frontera en balsa hasta llegar a Chiapas, México. Mientras espera un visado humanitario para entrar a Estados Unidos ayuda a organizar la cocina del asentamiento.
Katty, haitiana y madre de tres hijos. El mediano, Gabriel, tiene autismo y necesita su medicación. “Solo la consigo a veces, pero aun así estamos mejor que en Haití, donde solo hay miseria”, explica. Cada vez son más los haitianos que llegan a México en busca de refugio. Solo hasta junio, la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR) había recibido hasta 51.654 peticiones de asilo.
Una patrulla del ejército mexicano recorre varias veces al día El Chaparral para asegurar el orden en el asentamiento. Mientras, las familias llevan meses esperando asilo político al otro lado, aumentan los casos de migrantes centroamericanos deportados de Texas a Tijuana.
Los niños de El Chaparral no tienen acceso a la educación. Pasan sus días jugando entre la basura y los charcos de agua que la lluvia deja. De vez en cuando alguna organización les trae juguetes, mantas y ropa.
Muchas familias deciden viajar con sus hijos pequeños a pesar de los peligros de la travesía. “No quiero lo mismo que viví yo para mi hija. Por eso estoy aquí. ¡Quiero un futuro mejor para ella!”, confiesa una madre hondureña.
Los menores de edad no acompañados son uno de los grupos más vulnerables en el campamento y la presa más fácil para los grupos delincuentes. Los niños separados de sus padres son las víctimas más afectadas por esta crisis migratoria.